No me apagues la luz
En esta casa estás dando vueltas, rondando. Nunca fuiste invitada especialmente, con llamado de teléfono o tarjeta. . . y yo me pregunto cómo puede ser, abuela, que tú, que me hiciste los moños de las trenzas y me diste las aspirinas para calmar el dolor de oído, justamente ahora, en este momento de cortar geranios rosados en mi jardín, no seas puro ojo, pura nariz oliendo la llegada inminente del verano. . .Y me parece mentira que si lo haces, tenga que ser a escondidas, sin que te vean los otros, sin que mi niña Verónica pueda llevarte de la mano a recorrer el lugar donde los pinos azules abren como una fosa de sombras en el suelo.
Porque si estás. . . como pienso que estás, los demás no lo saben.
Ellos no te ven.
Y si no estás. . . yo sería la loca, yo sería la sola, la abandonada, lloraría a los gritos ahuyentando a los pájaros que a esta hora regresan puntualmente.
Por eso digo que en esta casa estás dando vueltas, rondando.
Duende.
Alto rodete.
Zapatos con presillas.
Tus pulseras de oro cantarinas, sonando a cada paso como dulces sonajeros.
Abuela-duende, tú, que nunca dijiste una mentira, dime de qué color son las manos de la muerte, cuál es la textura de su piel, a qué se le parece el ruido de sus pisadas, a qué sonido conocido y cotidiano se le parece el ruido de sus pisadas, para poder sorprender a la gente sin que puedan asirla de los pies y tirarla con fuerza contra las piedras.
Dime con quién te encuentras, abuela, a quién le posas tu sonrisa de colibrí. Dime qué extrañas más.
Confiésame si fui tu nieta preferida, si de veras puedo adueñarme de tu recuerdo y gastarlo, rosarito de cristal, cuenta por cuenta.
Pero confiésame que sí, que yo era tu adorada. . .
No vayas a decirme otra cosa, porque me apagaré.
Entre tantos nietos, tanto abrir y cerrar de puertas, tanto entrar y salir y dejar marcas en los pisos y escribir las paredes y hurgarte el costurero para buscar un botón parecido a otro botón. . ., entre tanto ajetreo, ¿alguna vez me miraste y estuviste por nombrarme con el nombre de otro? ¿O yo siempre fui yo para tu voz cascada, para tu voz que regresaba ya de tanta palabra repetida y gastada?
Abuela, eras un ancho pecho que mis sollozos habitaban. Eras la fuente humeante que alegraba mi hambre. Eras el reto corto y la caricia larga. Eras la que decía siempre que sí, la que se interponía entre el castigo de mi padre y yo. Eras la sabiduría y la madre que se murió cuando yo era pequeña. Y eras los secretos que yo buscaba en los antiguos muebles y en los perfectos canteros de tu jardín de rosas.
Abuela, ¿por qué no puedo regresar al tiempo en que te hacías la que no me veías robarte caramelos del ropero, un ratito antes de la cena?
Abuela, ¿por qué, si todo vuelve, los pájaros, el verano, la rayuela pintada en la vereda, las ganas de dormir, de despertarse, las ganas de vivir, de no vivir. . . por qué, si todo vuelve, no vuelves tú también?
Quiero mostrarte mis cuentos nuevos, el libro que acaba de aparecer con un corazón de mosaiquitos en la tapa; quiero mostrarte las araucarias gigantescas de mi quinta, mi mantel bordado en punto cruz por manos prodigiosas, mi blanca perrita dálmata salpicada de manchas, como si sobre ella se me hubiera caído un tintero de tinta china.
Quiero mostrarte un rosario de pétalos de rosa que me traje de España, y, cuando lo saco de su cajita redonda, su olor se escapa por la casa, como un pájaro que lleva un ramillete en el pico.
Quiero mostrarte cómo a mi hija Verónica los scons le salen igual que a ti, crujientes por fuera y, por dentro, esponjosos y blandos, como la pulpa dulce de una fruta.
Quiero mostrarte la felicidad que he conseguido después de muchas luchas, de muchos titubeos, de muchos golpes. . . Tú sabías que no era fácil, pero trataste de hacer fáciles las claves para que la alcanzara. . .
Quiero mostrarte los abanicos que traje de mi viaje -varios-, dije que para las amiguitas de Verónica, dije que para los cumpleaños de mis amigas, dije que para mí. . . pero no usé ninguno, no regalé ninguno. . . Y ahí están esperándote: tú eras la destinataria, la única persona que conozco capaz de hacer que tiemblen los caireles de la araña cuando agitas la flexible ala única del abanico. . .
Abuela-duende, deja de rondar por afuera sin que yo pueda verte, y ven a hacer tus caminatas en los caminos de mi corazón.
Seré como una cuna para llevar tu ternura conmigo. . . y te prometo que no me encontrarás cambiada. . . Yo sigo siendo aquella niña rubia que te pedía que no le apagaras la luz para dormirse. . . Y te sigo pidiendo, "no me apagues la luz. . . no me la apagues, y haz sonar tus pulseras como una cajita de música. . . para que pueda dormirme con una sonrisa. . . como a ti te gusta. . .".
Un cuento muy hermoso Soledad.
ResponderBorrarMillones de besos.
Gracias María José por acompañarme.
ResponderBorrarMe alegra que te haya gustado este relato.
¡Besos!
Gracias por tu comentario tan bello,pero es ficción.
ResponderBorrarMil besos.
Ok. Disculpa Morgana.
ResponderBorrarBesos.